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BAJO LAS LILAS ES EL PRIMER LIBRO QUE RECUERDO HABER LEÍDO- DE MUY NIÑA- EDITADO SIN ILUSTRACIONES, o muy escasas- portada y aisladas en capítulos- (quiero significar: primer paso hacia una literatura sin apoyo visual, que es lo que requieren generalmente las publicaciones infantiles) Lo cito porque creo que no sólo lo cercano (en tiempo y espacio) es grato a un lector. Niños y adultos gozamos de viajar con el imaginario, escuchar otras voces, pensar otros lugares y realidades.



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viernes, 18 de enero de 2013

Desde el niño


Cuando yo era chico, vivíamos en el campo. Teníamos un tambo acotado, pero como mi padre murió cuando varios de nosotros éramos muy niños, cada vez costaba más mantener el lugar. Esto sucedía por los años veinte cuando las tareas eran manuales o mecánicas.
Igualmente de las mismas  se encargaban mi madre ayudada por mi tío Antonio y unos pocos peones.
Ella  había quedado al cuidado de la propiedad más nueve hijos, entre los cuatro propios y los que habían nacido de matrimonios anteriores de mi progenitor.
Mi niñez fue feliz, porque los más chicos retozábamos por los campos sin ninguna obligación, cuando aún no nos había llegado la etapa escolar.
Los más grandes supongo ayudarían en las tareas, que debían ser muchas.
Al  tener yo noción del carácter de mi madre, la percibí como una persona fuerte y arriesgada, no sé cómo habrá sido antes de la muerte de papá. De mayor pensé que se volvió dura por fuerza de las circunstancias.
Por ese entonces, en el campo no teníamos luz eléctrica, cenábamos y nos acostábamos bastante temprano, aparte porque había que madrugar mucho para ordeñar las vacas.
La  iluminación se hacía con faroles de querosene.
Don José era el proveedor de verduras y hortalizas, que llegaba con un carro destartalado. Mi madre siempre le discutía los precios y la calidad de la mercadería.
Igual nosotros teníamos una huerta pequeña, allí aprendí a trabajar la tierra, una afición que después traje a la ciudad, aunque con poco espacio.
Teníamos también unos cuantos patos y gallinas, cuando se hacía un puchero de ave, si tío Antonio andaba en otros menesteres, mi madre se ponía una bata tipo carnicero, por si salpicaba y ahí nomás zarandeaba al pobre bicho hasta quebrarle el cogote. A mí me duró toda la vida la aversión a esa actividad, y a la que seguía que era el descabezado  con lo cual saltaba sangre que manchaba la tabla y el blanco delantal.
Pero  nosotros también practicábamos una actividad cruel. Bajar pajaritos a hondazos; es hasta el día de hoy que me arrepiento, pobres animalitos.
Otra acción frecuente era ir a nadar al riacho que pasaba cerca, tenía una corriente bastante fuerte. Una vez, nos habíamos tirado y yo apenas sabía nadar, o sea me defendía sin ninguna técnica. Entonces me di cuenta de que el agua me llevaba, me pegué un susto de muerte, pero por suerte mis hermanos advirtieron la situación, entonces armaron una especie de cadena con sus cuerpos, desde la orilla, y lograron agarrarme de una pierna y tironear hasta lograr sacarme. Yo era muy delgado y largo.
No contamos el episodio en casa, pero tomé gran respeto por el río y su peligro.
En esa época, una de las plagas que azotaba los campos era la langosta, entre otros recursos se plantaban chapas de acero para detener su avance. Un día que corríamos libremente por los pastizales choqué con una y me hice un profundo corte en la pantorrilla, todavía conservo la cicatriz.
Volvimos a casa, yo rengueando y llorando y mi madre ahí nomás me zampó alcohol puro en la herida, con lo cual me hizo gritar de dolor y llorar a moco tendido, pero fue la única asistencia “médica” que recibí; la herida no se infectó y al poco tiempo cicatrizó.
Cuento todo esto, para aludir a la soledad y libertad que constituía el modo de vida.
Una noche, se escucharon ruidos procedentes de afuera. Tío Antonio no estaba en casa, porque había ido al pueblo a visitar a unos familiares y allí se quedó a dormir.
La casa tenía gruesas paredes y muchas aberturas que se cerraban al crepúsculo.
Los más chicos dormíamos en una misma habitación, con la puerta que daba al pasillo, abierta.
Por ésta pude ver la silueta de mi madre, con un largo camisón blanco, una manta sobre los hombros y algo medio oculto que no alcancé a distinguir.
Por supuesto la curiosidad nos pudo y la seguimos medio a distancia. Yo creí que iba a verificar que la entrada  estuviera bien cerrada, pero no;  abrió de par en par y a la luz de la luna pudimos ver que llevaba una escopeta y empezó a gritar con la voz medio ronca que la caracterizaba:
-          ¿Quién anda ahí?
Y después con más energía:
-          ¡Contesten o tiro ya!
Y sin esperar demasiado tiempo respuesta, empezó a disparar. Estábamos aterrorizados, salimos corriendo y nos prendimos a su  camisón intentando que entrara.
Ahí pudimos ver tres siluetas oscuras que escapaban “como alma que lleva el diablo”.
Mi madre sólo dijo como para sí misma:
-          ¿A mí, ladrones de gallinas? – Y a nosotros: -¡A dormir mocosos! No sé qué hacen despiertos todavía.
Esa noche yo no pude conciliar el sueño, a cada rato me parecía seguir escuchando ruidos, y el olor a pólvora no se me iba de la nariz.
       Todos lloriqueamos un poco, pero a mi madre ni se le ocurrió venir a consolarnos.
Mas  el episodio no terminaría aquí. Al día siguiente muy temprano cayó el comisario y ahí nomás se puso a felicitar a mi madre.
        Parece que ella, había herido en la oreja a uno de los ladrones, que no tuvo mejor idea o mejor solución,  que ir a la casa del doctor del pueblo, que entre cosida y cosida descubrió la verdad.
         En cuanto logró deshacerse del ladrón fue en busca del comisario y le narró el hecho.
Así el delincuente y sus cómplices terminaron presos. Parece que hace rato andaban cometiendo tropelías en varias haciendas y no los podían cazar.
       Mi madre convidó al comisario con una copita de caña y después de charlar un rato, él le dijo:
      - Pero cuídese Doña,  la próxima vez las cosas pueden no salir tan bien y resultar Ud. lastimada.
        No obstante, ella no mostró ningún signo de miedo o arrepentimiento, al contrario, cuando llegó tío Antonio se lo contó con risas.
        Esa fue mi madre, por eso cuando en la vejez, la veía tan derrumbada, apelaba a aquellas imágenes para recuperarla como fue, valiente, enérgica, saliendo a flote en medio de la soledad y del trabajo.
       Mujeres de otro tiempo, en otros contextos, con otros designios.

(Esto no es un cuento, ni un relato totalmente inventado, tiene reminiscencias de la memoria de mi padre, aunque matizada de toques personales)

     Isabel Bertero
         

domingo, 6 de enero de 2013

Posesión


Mi madre siempre me espiaba en casa. Desde la muerte de mi padre, ella controlaba todos mis movimientos.
Estuviera en el ámbito que estuviera. Cuando entraba al baño la intuía detrás de la puerta, o la sorprendía si salía de golpe.  Aun cuando me iba a dormir, a poco escuchaba la puerta que se abría suavemente y aunque apretaba  los ojos en la oscuridad,  sabía que ella estaba allí, controlando mi respiración, para saber si dormía o quizás para adivinar qué soñaba.
Yo trataba de prolongar mis horas de trabajo, me quedaba por ahí mirando vidrieras o con mis compañeras de trabajo, cuando de daba, porque casi todas estaban casadas, tenían hijos pequeños, o un amigo, un novio que las esperaba.
Por ese entonces,  sufría de soledad, cuando podía,  leía novelas o cuentos que me transportaban a otros mundos, más amables que los encierros.
Mi madre comenzó a tener otras conductas extrañas, olvidaba muchas cosas. Primero pequeñas, como algún elemento en la comida, luego más importantes, como la hora de cocinar, hacer los mandados. Por las noches la escuchaba deambular, una vez la vi sacando toda la ropa de placard. Se detenía en la que había pertenecido  a mi padre y la golpeaba, como si hubiera estado enojada. No debe haberle perdonado que se muriera, porque después la acariciaba con amor.
Una tarde conocí a Camila, nos encontramos mirando una vidriera outlet  de zapatos, entramos al mismo tiempo y las dos queríamos el mismo par, del mismo número,  del que sólo quedaba un juego.
Al final, ni a ella ni a mí nos gustó cómo nos quedaban, así que no compramos y Camila me dio el dato de otra zapatería, adonde fuimos para explorar.
Allí compramos y salimos felices, con esa tonta alegría de tener algo nuevo.
Charlamos un poco y decidimos tomar un café, hablamos de nuestras vidas y resultó que ambas nos sentimos identificadas, por la incomunicación.
Ella vivía sin compañía, en una vieja casa que había heredado de una tía.
Yo le conté del desasosiego creciente en mi propio hogar.
Nos citamos para vernos a los dos días en el mismo bar.
Cuando llegué a casa mi madre me miró con indiferencia. Sin embargo se detuvo en la bolsa de los zapatos, los sacó y se los quiso probar. Le quedaban grandes. Igual se fue trastabillando hasta un espejo y se miró, se miró…hasta que empezó a reírse. Le preguntaba el por qué de la risa. No me contestó, hasta que con un gesto brusco los arrancó de sus pies y comenzó a llorar. Tampoco me dijo el motivo de su llanto.
Comencé a invitar a mi casa a Camila… a cenar a la salida del trabajo. Por supuesto no le gustó a mi madre, cuando ella venía se negaba a cocinar, no lo decía claro; pero me veía en apuros cuando me había prometido poner una carne al horno, y yo llegaba  y me encontraba con mamá recostada por un fuerte dolor de cabeza, o cuando había decidido una cazuela y estaba imposible de picante, o cuando decía que tuvo que tirar el pollo porque tenía mal olor o directamente que la cena se había quemado.
Las cosas empeoraron cuando Camila me presentó a su primo Matías.
Era un hombre encantador, en el rostro  se parecía a Clark Kent, el original de las historietas, pero no tenía un físico llamativo, sí alto y desgarbado.
Yo descubrí de pronto que me gustaba lo que él decía, su modo de ser, su manera de pensar.
Y nos enamoramos. Muy pronto nos enamoramos. Camila feliz, mi madre cuando lo percibió se puso más hosca que nunca. Si él venía desaparecía en su habitación. A veces ponía la radio estruendosamente, como para no escuchar, como para ignorarnos.
Disfruté ese tiempo. Salíamos, nos divertíamos, no olvidábamos a su prima y organizábamos paseos compartidos. Imaginábamos, proyectábamos…
Mi madre comenzó a requerir ayuda para todo, para levantarse, peinarse, vestirse.
Hicimos una consulta médica.
En esa oportunidad se arregló muy bien, habló con coherencia, le dijo al profesional que la atendió, que ella estaba perfecta. Los análisis clínicos así lo confirmaron. Cuando el doctor sugirió consulta psicológica, por los síntomas que sólo yo describía, se rió y dijo que su hija siempre había tenido frondosa imaginación, que ella estaba perfectamente.
Pero retomó su rutina de alejamiento de la realidad.
Yo supongo que entre mi trabajo y mi descubierto amor no percibí a tiempo lo que vendría.
Llegué una tardecita a casa, sola, apurada por cambiarme para salir, previendo preparar antes una comida sencilla, para alcanzarle a mi madre, que casi siempre a esa hora ya estaba en la cama.
Me extrañó que estuvieran todas las luces encendidas.
Así la vi enseguida, estaba en la puerta de la cocina y llevaba aferrado con las dos manos un enorme cuchillo.
Con gran agilidad, se abalanzó sobre mí. Vestía algo rojo, rojo sangre.
Me clavó el cuchillo tantas veces que mi cadáver debe haber dado trabajo a los forenses.
Recuerdo que antes de morir rememoré una única visita que hice a Oliveros, todos los habitantes tan perdidos y abandonados, salvo unos pocos privilegiados, con alguien de la familia presente.
Mi  madre ya no tendría a nadie.   
Isabel Bertero
Imagen: Raquel Sarángello. Tus secretos