La casa había sido una mansión abandonada por años, que no se
adquiría hasta que llegó una mujer y contrató obreros que limpiaron y
refaccionaron, dándole nuevo aspecto.
Aunque añosa, tenía sus gruesas paredes limpias, esplendor en las ventanas y la brisa ondeaba cortinas.
Alfombras cubrían pisos de diseño tradicional, retratos
y pinturas decoraban los muros y
pequeñas mesas de madera noble lucían pesadas lámparas.
Una escalera de roble conducía
al piso superior donde había algunas habitaciones y una biblioteca.
Los árboles de la entrada
transmitían frescura, matas de plantas balsámicas y ornamentales florecían en diversas estaciones.
La nueva residente era
Josefa. Nadie recordaba, no mencionaban o no les interesaba, quiénes habían
sido los habitantes anteriores.
La actual propietaria permanecía
bastante aislada y nunca narraba su vida
anterior; sin embargo, el vecindario la
veía siempre en los mandados, arreglando el jardín, o recibiendo a proveedores
y al podador.
Tenía un gato
atigrado, que siempre la acompañaba.
Además le gustaba ofrecer
las tortas que cocinaba, cuyo buen aroma
inundaba las casas aledañas. Las hacía en su antigua cocina, donde reinaban la piedra y el hierro.
Todos recuerdan que un
día cerró las ventanas.
Empezó a rechazar relaciones,
diciendo desde adentro…Hoy no puedo.
Dejó de salir a hacer
mandados, sólo entregaba una lista con lo que necesitaba a José, un chico del barrio que hacía tareas
múltiples para ganarse la vida. Él cumplía, feliz de haber hallado una
ocupación por la que le pagaban semanalmente.
Una vez al mes Josefa
salía para cobrar un seguro, seguía siendo amable, pero no aceptaba detenerse y
no atendía visitantes.
El podador se limitaba a
cumplir la labor de cortar la hierba, y aligerar el ramaje, pero desatendía las
plantas, con lo cual se secaron hasta desaparecer.
Comenzaron a llamar a
Josefa “la extraña”
El interior de la
vivienda con el tiempo perdió claridad y frescura. La extraña, transcurría sus días recorriéndola, tocando paredes,
subiendo y bajando la escalera, asegurando ventanas.
El único día que salía lo
hacía con un traje que olía ya a rancio. En días fríos le sumaba dos abrigos
amontonados y unas viejas botas de goma. Siempre se cubría la cabeza con un
pañuelo y llevaba una carterita de color arratonado.
Comenzó a buscar
recuerdos, viejas fotos en álbumes deslucidos, ropajes que habían visto tiempos
y modas distintas.
A veces monologaba,
interrogaba a la casa, escuchaba sus respuestas.
Un día empezó a escribir en un cuaderno de cien hojas que
había encargado al chico de los mandados.
Cuando un gran temporal azotó al pueblo, la casa ya
antigua pero antes preservada, sufrió serios daños. Los vecinos se preocuparon,
hasta llamaron a los bomberos para que verificaran las condiciones edilicias.
La extraña no permitió la
entrada y dijo, expresándose con persuasión y fluidez, que estaba en perfectas
condiciones.
Desde afuera podían verse
paredes agrietadas y parte del techo volado, pero la mujer no parecía una
demente incapaz de decidir su propia vida, así que la dejaron hacer según sus
elecciones, aunque los viejos conocidos sentían preocupación.
La vetustez del lugar fue
en aumento, las vigas de los techos crujían por el desgaste de los años, la humedad,
la falta de mantenimiento, la presencia de hormigas invasoras y otros pequeños
depredadores.
La inquietud y también
curiosidad de la gente crecía, le enviaron a una visitadora social llamada
Marisabel.
Casi con amenazas
convenció a la extraña para que la dejara pasar. No obstante, cuando se
pusieron a conversar creció entre ambas empatía y fluyeron las
palabras.
Josefa habló de su soledad
y narró a la mujer una vida triste de pérdidas y desafíos.
-Por eso- dijo-empecé a
confiar en este lugar, en estos muros que nunca me abandonarán. Ellos me hablan
contándome las historias de un pasado bello, con niños, con seres felices.
La asistente social tuvo
algunas dudas respecto de la coherencia de su visitada. Decidió volver en otra
oportunidad y ofrecerle alguna clase de ayuda y se lo dijo.
La extraña le sonrió con
ternura antes de despedirse.
Cuando Marisabel se alejaba, mientras seguía pensando en la
entrevista y sus consecuencias, escuchó un fuerte estruendo.
Primero la sacudió el estrépito y luego se percató-
conmocionada- del derrumbe en la casa que acababa de dejar.
Ninguna construcción aledaña sufrió daño.
Marisabel volvió
corriendo. Entre el polvo y los restos alcanzó
a divisar a Jacinta. En sus brazos apretaba al cuaderno y al gato.
Lentamente Marisabel la alejó del lugar. La extraña le entregó el
cuaderno y le dijo bajito:
-Ya no susurran los
muros.
Una vez instalada Josefa
en un hogar para ancianos la asistente se dedicó a leer el manuscrito recibido. Era un diálogo. Hablaban Josefa y la casa.
No con la misma letra, la
de la casa era picuda, inclinada, firme.
La de Josefa redondeada
y bella.
Las últimas palabras eran
de la casa.
Decían:
-
Morirás
conmigo, si no quieres que te alejen.
Los
investigadores detectaron en el texto hechos verdaderos acaecidos en el
pasado de la residencia, referidos a construcción, a remodelaciones, pero no a
habitantes. No se intentaron hallar
descendientes de quienes firmaban esos documentos.
Desaparecida la escritura de la vivienda, la memoria colectiva no supo dar informaciones
válidas.
Aún hoy no se sabe cómo
llegaron los hechos de las letras de Josefa a ser conocidos por ella, algunos
databan de cuestiones anteriores a su arribo. Entre los restos faltaban signos que avalaran y a pesar de que el hecho
se publicitó como rareza, en diarios y en la televisión del país, nadie
apareció para decir que había vivido allí.
Alguna vez, alguien,
intentará dilucidar las incógnitas.
Mientras tanto Josefa,
desde una ventana, contempla con
placidez, un infinito que sólo ella sabe, sus ojos se parecen a los del gato
que no se separa.
Isabel Bertero
Imagen en:
http://www.gabilathrop.com/index.php?m=galeria&p=2