No sé por qué hay recuerdos que se fijan más en la memoria. Seguramente tiene que ver con trayectorias, con impresiones reformuladas a lo largo del tiempo. Hay uno de infancia que permanece en imágenes difusas a pesar de que sólo tenía cuatro años cuando acontecieron los hechos.
Vivía en la casa donde nací, de pequeña tapia con alambrado y portal, más un jardín con rosas. Había una puerta de hierro con una ventanita en la entrada principal. (creo que era rectangular pero los años me impusieron “redonda ventanita de esperar”) En algún lado habría cortinas de brocato. Al lado estaba la familia de mi amigo Dodi, con el que jugábamos en los patios lindantes. Enfrente una plaza, donde se podía correr entre los frondosos árboles de raíces antiguas y por la noche perseguir bichos de luz
Desde mi casa se distinguía la escuelita del barrio, con su bandera ondulante y sus tapias viejas.
Mi hermana mayor comenzaba el primer grado de escuela primaria. Ella tuvo todavía esos libros donde decía “Yo amo a Perón” o “Yo amo a Evita”.
No recuerdo los preparativos del inicio de clases, pero presumo que le habrán puesto un guardapolvos primoroso, con vuelitos en el canesú, tablitas y le habrán llenado el portafolios de útiles con olor a nuevo y la cabecita con temores y expectativas.
Mi hermana no era una niña melindrosa, que yo recuerde adoraba ir de visita a casa de unas señoritas que vivían a la vuelta y lo pasaba muy bien. Ellas que debieron ser solteras, sin hijos, venían a buscarnos. Yo nunca quería ir, prefería quedarme con mi mamá, mi abuela o mi amigo Dodi, pero a ella le encantaba. Siempre fue más sociable, capaz de entablar diálogos con vecinos. Y además era sumamente bonita con sus rulos rubios como se usaba entonces (yo era flaquita y de pelo lacio; mi tío Bonvín me decía gallina Pichai; que supongo tenía que ver con las permanentes que me fabricaban con tenacillas calientes porque creo que alude a una especie con plumas rizadas.)
El primer día de primer grado de mi hermana yo estaba muy triste. Veo que me abracé al árbol de la vereda, desde donde habré escuchado todo el himno u otras canciones patrias, habré visto mucho blanco y ansiedad en los padres deseosos de poner a sus hijos en el camino de la vida. (Entonces la escuela representaba un futuro promisorio)
Seguramente se me escapó alguna lágrima pegada a la corteza áspera. Tal vez porque extrañaba a mi hermana, tal vez por intuir que empezaban las cosas para las que los adultos nos predestinaban.
Esa foto es el recuerdo fijo. Lo demás sé que sucedió, pero ignoro la secuencia, mi ubicación en el escenario, la actitud de los otros.
Supongo que alguna portera espantada (de las que conocí a lo largo de la vida indiferentes o adorables) debe haberla corrido, mientras mi hermanita con soquetitos blancos y aferrando su recién estrenado portafolios emprendió el desafío y el breve itinerario hasta la casa, porque con singular coraje se escapó de la escuela.
Quizás su miedo le persistió todos los años de la vida escolar, más cuando nos mudamos y tuvo que encontrar otros espacios y voces.
Quizás el desafío le quedó siempre encerrado, porque la realidad constantemente te devuelve. Quizás aquel árbol de la vereda todavía tiene rastros de desánimo.
Aunque hoy los libros no dicen “Amo Perón y a Evita” los niños siguen siendo seres susceptibles, con un territorio propio incierto, inexpugnable.
Y hay genes, ámbitos y destinos.
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