Cuando yo era chico,
vivíamos en el campo. Teníamos un tambo acotado, pero como mi padre murió
cuando varios de nosotros éramos muy niños, cada vez costaba más mantener el
lugar. Esto sucedía por los años veinte cuando las tareas eran manuales o
mecánicas.
Igualmente de las mismas se
encargaban mi madre ayudada por mi tío Antonio y unos pocos peones.
Ella había quedado al cuidado de la propiedad más
nueve hijos, entre los cuatro propios y los que habían nacido de matrimonios
anteriores de mi progenitor.
Mi niñez fue feliz,
porque los más chicos retozábamos por los campos sin ninguna obligación, cuando
aún no nos había llegado la etapa escolar.
Al tener yo noción del carácter de mi madre, la
percibí como una persona fuerte y arriesgada, no sé cómo habrá sido antes de la
muerte de papá. De mayor pensé que se volvió dura por fuerza de las
circunstancias.
Por ese entonces, en el
campo no teníamos luz eléctrica, cenábamos y nos acostábamos bastante temprano,
aparte porque había que madrugar mucho para ordeñar las vacas.
La iluminación se hacía con faroles de querosene.
Don José era el proveedor
de verduras y hortalizas, que llegaba con un carro destartalado. Mi madre
siempre le discutía los precios y la calidad de la mercadería.
Igual nosotros teníamos
una huerta pequeña, allí aprendí a trabajar la tierra, una afición que después
traje a la ciudad, aunque con poco espacio.
Teníamos también unos
cuantos patos y gallinas, cuando se hacía un puchero de ave, si tío Antonio
andaba en otros menesteres, mi madre se ponía una bata tipo carnicero, por si
salpicaba y ahí nomás zarandeaba al pobre bicho hasta quebrarle el cogote. A mí
me duró toda la vida la aversión a esa actividad, y a la que seguía que era el
descabezado con lo cual saltaba sangre
que manchaba la tabla y el blanco delantal.
Pero nosotros también practicábamos una actividad
cruel. Bajar pajaritos a hondazos; es hasta el día de hoy que me arrepiento,
pobres animalitos.
Otra acción frecuente era
ir a nadar al riacho que pasaba cerca, tenía una corriente bastante fuerte. Una
vez, nos habíamos tirado y yo apenas sabía nadar, o sea me defendía sin ninguna
técnica. Entonces me di cuenta de que el agua me llevaba, me pegué un susto de
muerte, pero por suerte mis hermanos advirtieron la situación, entonces armaron
una especie de cadena con sus cuerpos, desde la orilla, y lograron agarrarme de
una pierna y tironear hasta lograr sacarme. Yo era muy delgado y largo.
No contamos el episodio
en casa, pero tomé gran respeto por el río y su peligro.
En esa época, una de las
plagas que azotaba los campos era la langosta, entre otros recursos se
plantaban chapas de acero para detener su avance. Un día que corríamos
libremente por los pastizales choqué con una y me hice un profundo corte en la
pantorrilla, todavía conservo la cicatriz.
Volvimos a casa, yo
rengueando y llorando y mi madre ahí nomás me zampó alcohol puro en la herida, con
lo cual me hizo gritar de dolor y llorar a moco tendido, pero fue la única
asistencia “médica” que recibí; la herida no se infectó y al poco tiempo
cicatrizó.
Cuento todo esto, para
aludir a la soledad y libertad que constituía el modo de vida.
Una noche, se escucharon
ruidos procedentes de afuera. Tío Antonio no estaba en casa, porque había ido
al pueblo a visitar a unos familiares y allí se quedó a dormir.
La casa tenía gruesas
paredes y muchas aberturas que se cerraban al crepúsculo.
Los más chicos dormíamos
en una misma habitación, con la puerta que daba al pasillo, abierta.
Por ésta pude ver la
silueta de mi madre, con un largo camisón blanco, una manta sobre los hombros y
algo medio oculto que no alcancé a distinguir.
Por supuesto la
curiosidad nos pudo y la seguimos medio a distancia. Yo creí que iba a
verificar que la entrada estuviera bien
cerrada, pero no; abrió de par en par y
a la luz de la luna pudimos ver que llevaba una escopeta y empezó a gritar con
la voz medio ronca que la caracterizaba:
-
¿Quién anda
ahí?
Y después con más
energía:
-
¡Contesten o
tiro ya!
Y sin esperar demasiado
tiempo respuesta, empezó a disparar. Estábamos aterrorizados, salimos corriendo
y nos prendimos a su camisón intentando
que entrara.
Ahí pudimos ver tres
siluetas oscuras que escapaban “como alma que lleva el diablo”.
Mi madre sólo dijo como
para sí misma:
-
¿A mí, ladrones
de gallinas? – Y a nosotros: -¡A dormir mocosos! No sé qué hacen despiertos
todavía.
Esa noche yo no pude
conciliar el sueño, a cada rato me parecía seguir escuchando ruidos, y el olor
a pólvora no se me iba de la nariz.
Todos lloriqueamos un poco, pero a mi
madre ni se le ocurrió venir a consolarnos.
Mas
el episodio no terminaría aquí. Al día
siguiente muy temprano cayó el comisario y ahí nomás se puso a felicitar a mi
madre.
Parece que ella, había herido en la
oreja a uno de los ladrones, que no tuvo mejor idea o mejor solución, que ir a la casa del doctor del pueblo, que
entre cosida y cosida descubrió la verdad.
En cuanto logró deshacerse del ladrón
fue en busca del comisario y le narró el hecho.
Así
el delincuente y sus cómplices terminaron presos. Parece que hace rato andaban
cometiendo tropelías en varias haciendas y no los podían cazar.
Mi madre convidó al comisario con una copita de caña y después de
charlar un rato, él le dijo:
- Pero cuídese Doña, la próxima vez las cosas pueden no salir tan
bien y resultar Ud. lastimada.
No obstante, ella no mostró ningún signo de
miedo o arrepentimiento, al contrario, cuando llegó tío Antonio se lo contó con risas.
Esa fue mi madre, por eso cuando en la
vejez, la veía tan derrumbada, apelaba a aquellas imágenes para recuperarla
como fue, valiente, enérgica, saliendo a flote en medio de la soledad y del
trabajo.
Mujeres de otro tiempo, en otros
contextos, con otros designios.
(Esto
no es un cuento, ni un relato totalmente inventado, tiene reminiscencias de la
memoria de mi padre, aunque matizada de toques personales)
Isabel Bertero